¿QUÉ DEBO HACER PARA SER SALVO?
Muchos se formulan la misma pregunta que hicieron las multitudes el día de Pentecostés, cuando convencidos de su pecado, exclamaron: “¿Qué haremos?” Pedro respondió y declaró: “Arrepentíos” (Hechos 2:37-38).
Hay muchos que no entienden la naturaleza verdadera del arrepentimiento. Gran número de personas se entristecen por haber pecado y aún se reforman exteriormente, porque temen que su mala vida les acarree sufrimientos. Pero esto no es arrepentimiento en el sentido bíblico. Lamentan la pena mas bien que el pecado.
La Biblia no enseña que el pecador deba arrepentirse antes de poder aceptar la salvación de Cristo: “¡Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso!” (Mateo 121:28). La virtud que viene de Cristo es la que guía a un arrepentimiento genuino. San Pedro habla del asunto de una manera muy clara en su exposición a los israelitas, cuando dice: “A éste, Dios le ensalzó con su diestra para ser Príncipe y Salvador, a fin de dar arrepentimiento a Israel, y remisión de pecados” Hechos 5:31. No podemos arrepentirnos sin que el Espíritu de Cristo despierte la conciencia, más de lo que podemos ser perdonados sin Cristo.
Cristo es la fuente de todo buen impulso. El es el único que puede implantar en el corazón enemistad contra el pecado. Todo deseo de verdad y de pureza, toda convicción de nuestra propia pecaminosidad, es una prueba de que su Espíritu está obrando en nuestro corazón.
Mas cuando el corazón cede a la influencia del Espíritu de Dios, la conciencia se vivifica y el pecador discierne algo de la profundidad y santidad de la sagrada ley de Dios, fundamento de su gobierno en los cielos y en la tierra. “La Luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo” (Juan 1:9), ilumina las cámaras secretas del alma y se manifiestan las cosas ocultas. La convicción se posesiona de la mente y del corazón. El pecador tiene entonces conciencia de la justicia de Jehová y siente terror de aparecer en su iniquidad e impureza delante del que escudriña los corazones. Ve el amor de Dios, la belleza de la santidad y el gozo de la pureza. Ansía ser purificado y restituido a la comunión del cielo.
Jesús dijo: “Yo, si fuere levantado en alto de sobre la tierra, a todos los atraeré a mí mismo” Juan 12:32. Cristo debe ser revelado al pecador como el Salvador que muere por los pecados del mundo; y cuando consideramos al Cordero de Dios sobre la cruz del Calvario, el misterio de la redención comienza a abrirse a nuestra mente y la bondad de Dios nos guía al arrepentimiento. Al morir Cristo por los pecadores, manifestó un amor incomprensible; y ese amor, a medida que el pecador lo contempla enternece el corazón, impresiona la mente e inspira contrición en el alma.
Usted puede resistir a este amor, puede rehusar ser atraído a Cristo. Y cuando usted contemple al Salvador en la cruz se maravillará y preguntará: “¿Qué hizo este hombre para merecer la muerte?” La respuesta es, por causa del pecado. El pecado es la razón por la cual Cristo tuvo que morir. ¿Pero qué es pecado? La transgresión de la ley (1 Juan 3:4). ¿Cuál ley? Los diez mandamientos de la ley de Dios.
Cuando estos diez mandamientos son examinados, viene a ser claro que nadie los ha guardado perfectamente y por tal motivo todos hemos cometido pecado y merecemos la muerte (Romanos 3:23; 6:23). Pero al examinar la perfecta vida de Cristo, es descubierto que El guardó todos los mandamientos de su Padre y no pecó; así que ¿por qué tuvo El que morir en una cruz? Porque el Padre envió a Jesús a la tierra para salvar a los pecadores de la penalidad de la muerte.
El pecador entonces, vino a darse cuenta del tremendo amor que Dios el Padre tiene para con él, al enviar a su Hijo Unigénito para que sea el substituto por la penalidad del pecado, y que Jesús debe amarlo a él tremendamente para que también de buena voluntad sufriese la crucifixión. Este también llega a percibir que si nadie hubiese quebrantado jamás la ley de Dios, entonces no hubiera sido necesario que Cristo muriera.
El pecador también llega a comprender que por haber escogido pecar, es básicamente culpable de colocar al Salvador sobre la cruz y matarlo. Ante esta realidad, su corazón comienza a quebrantarse y a sentir que sin el perdón de sus pecados está perdido. Así que, todo el plan de redención - Cristo como nuestro Redentor, Substituto, y Sumo Sacerdote ante Dios para remisión de pecados - comienza a abrirse ante sus ojos. Ve que Cristo es su única esperanza de salvación, el eslabón de conexión entre Dios y el hombre, el único que puede tender un puente sobre el abismo que el pecado ha hecho, y traerlo de vuelta a la comunión y armonía con Dios y su ley otra vez (1 Juan 1:9).
De este modo, aparte del amor por Dios y Cristo, una elección es hecha, no quebrantar nunca más la ley de Dios. ¿Pero cómo? Puede usted preguntarse. ¿”Cómo puedo no pecar nunca más”? ¿Cómo hizo Cristo mientras estaba en la tierra para resistir la tentación a cada paso? Fue por fe que Cristo recibió la fuerza y la gracia de su Padre para ser capaz de vencer la tentación y resistir al pecado. Cristo resistió todas las propuestas de Satanás al tener la ley de Dios escrita en su corazón, y entonces fue un hacedor de la voluntad de Dios (Salmos 40:8, 119:11). Del mismo modo, cada pecador, al ejercitar la misma fe en Dios como lo hizo Cristo, tendrá su ley escrita en su corazón y le será dada la gracia y la fuerza de Dios a través de Cristo, para ser capaz de vencer toda tentación y resistir todos los avances de Satanás, porque él sigue y es, un hacedor de la voluntad de Dios.
De esta manera, por todo el amor a Dios y a Jesucristo a quien El ha enviado, es que el pecador determina guardar la ley de Dios y llegar a ser un hacedor de su voluntad. Y la justicia de Cristo llega a ser suya por la fe, Dios viene a ser su Padre y él su hijo (1 Corintios 6:14-18). Así que, la realidad viene a ser clara, que la ley de Dios es una transcripción de su carácter y que Cristo es la gloria y la justicia de aquella ley.
Si usted anhela algo mejor que lo que este mundo puede dar, reconozca este deseo como la voz de Dios que habla a su alma, pídale que le dé arrepentimiento, que le revele a Cristo en su amor infinito y en su pureza perfecta. En la vida del Salvador quedaron perfectamente ejemplificados, los principios de la ley de Dios y el amor a Dios y al hombre. La benevolencia y el amor desinteresado fueron la vida de su alma, contemplándolo, nos inunda la luz de nuestro Salvador y podemos ver la pecaminosidad de nuestro corazón y anhelar que Cristo nos limpie y llene con su dulce Espíritu.
Usted puede pensar que su vida ha sido muy buena, que su carácter es perfecto y que no necesita humillar su corazón delante de Dios como el pecador común, pero cuando la luz de Cristo resplandezca en su alma, verá cuán impuro es; discernirá el egoísmo de sus motivos y la enemistad contra Dios, que ha manchado todos los actos de su vida. Entonces conocerá que su propia justicia es en verdad como andrajos inmundos (Isaías 64:6), y que solamente la sangre de Cristo puede limpiarlo de las manchas del pecado y renovar su corazón a su semejanza.
Un rayo de la gloria de Dios, un destello de la pureza de Cristo que penetre en el alma, hace dolorosamente visible toda mancha de pecado y descubre la deformidad y los defectos del carácter humano. Hace patentes los deseos impuros, la infidelidad del corazón y la impureza de los labios. Ningún pecado cometido puede ser ocultado, pero permanecerá contra nosotros en el juicio a menos que nos arrepintamos y sea cubierto por la sangre de Cristo. Todos los actos de deslealtad al quebrantar la ley de Dios no pueden ser ocultados, sino que serán expuestos ante el pecador bajo la influencia investigadora del Espíritu Santo de Dios. Bajo esta convicción, su espíritu es abatido, y se detesta a sí mismo cuando ve el puro e inmaculado carácter de Cristo.
Si percibe su condición pecaminosa, no espere hacerse mejor usted mismo. ¡Cuántos hay que piensan que no son bastante buenos para ir a Cristo! ¿Espera hacerse mejor por sus propios esfuerzos? (Jeremías 13:23). Hay ayuda para usted solamente en Dios. No debe permanecer en espera de persuasiones más fuertes, de mejores oportunidades o de caracteres más santos. Nada puede hacer por usted mismo. Debe ir a Cristo tal como es.
¡Pero no espere mucho! Pero nadie se engañe a sí mismo con el pensamiento de que Dios, en su grande amor y misericordia, salvará aún a aquellos que rechazan su gracia. La excesiva corrupción del pecado puede conocerse solamente a la luz de la cruz. Cuando los hombres insisten que Dios es demasiado bueno para desechar a los pecadores, miren al Calvario. Fue porque no había otra manera en que el hombre pudiese ser salvo, porque sin este sacrificio era imposible que la raza humana escapara del poder contaminador del pecado y se pusiera en comunión con los seres santos, imposible que los hombres llegaran a ser partícipes de la vida espiritual; fue por esta causa por lo que Cristo tomó sobre sí la culpabilidad del desobediente y sufrió en lugar del pecador. El amor, los sufrimientos y la muerte del Hijo de Dios, todo da testimonio de la terrible enormidad del pecado y prueba que no hay modo de escapar de su poder, ni esperanza de una vida más elevada, sino mediante la sumisión del alma a Cristo.
Adán y Eva se persuadieron de que por una cosa de tan poca importancia, como comer la fruta prohibida, no podrían resultar tan terribles consecuencias como Dios les había declarado. Pero esta cosa tan pequeña era la transgresión de la santa e inmutable ley de Dios; separaba de Dios al hombre y abría las compuertas de la muerte y de miserias sin número sobre nuestro mundo. El cielo mismo ha sentido los efectos de la rebelión del hombre contra Dios. El Calvario está delante de nosotros como un recuerdo del sacrificio asombroso que se requirió para expiar la transgresión de la ley divina. No consideremos el pecado como cosa trivial. El pecado costó el precio infinito de la vida del Hijo de Dios, a fin de redimir a la humanidad de éste.
Muchos aceptan una religión intelectual, una forma de santidad, sin que el corazón esté limpio. Sea su oración “¡Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí!” Salmos 51:10. Sea leal con su propia alma. Sea tan diligente, tan persistente, como lo sería si su vida mortal estuviera en peligro. Este es un asunto que debe arreglarse entre Dios y su alma. Una esperanza supuesta, y nada más, llegará a ser su ruina.
Estudie la Palabra de Dios con oración. Esa Palabra le presenta, en la ley de Dios y en la vida de Cristo, los grandes principios de la santidad, sin la cual “nadie verá al Señor” Hebreos 12:14. Convence de pecado; revela plenamente el camino de la salvación. Préstele atención como a la voz de Dios que le habla a su alma y cuando obedezca a ésta, será limpiado y estará libre del poder del pecado a través del poder y la obra de Dios en su vida. ¿”Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu Palabra” Salmos 119:9.
“...Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad.” Filipenses 2:12-13.
Cuando vea la enormidad del pecado, cuando se vea como es en realidad, no se entregue a la desesperación. Pues a los pecadores es a quienes Cristo vino a salvar. No tenemos que reconciliar a Dios con nosotros, sino ¡oh maravilloso amor! “Dios estaba en Cristo, reconciliando consigo mismo al mundo” 2 Corintios 5:19. El está solicitando por su tierno amor los corazones de sus hijos errados. Ningún padre según la carne podría ser tan paciente con las faltas y yerros de sus hijos como lo es Dios con aquellos a quienes trata de salvar. Nadie podría argüir más tiernamente con el pecador. Jamás labios humanos han dirigido invitaciones más tiernas que El al extraviado. Todas sus promesas, sus amonestaciones, no son sino la expresión de su indecible amor.
Cuando Satanás viene a decirte que eres un gran pecador, mira a tu Redentor y habla de sus méritos. Reconoce tu pecado, pero di al enemigo que “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (1 Timoteo 1:15) y que puedes ser salvo por su incomparable amor. Hemos sido grandes deudores pero Cristo murió para que fuésemos perdonados. Los méritos de su sacrificio son suficientes para presentarlos al Padre en nuestro favor. Aquellos a quienes ha perdonado más, lo amarán más, y estarán más cerca de su trono alabándolo por su grande amor e infinito sacrificio. Cuanto más plenamente comprendemos el amor de Dios, más nos percatamos de la pecaminosidad del pecado. Cuando vemos cuán larga es la cadena que se nos ha arrojado para rescatarnos, cuando entendemos algo del sacrificio infinito que Cristo ha hecho en nuestro favor, el corazón se derrite de ternura y contrición.
Es necesario arrepentirnos de nuestros pecados (vea Proverbios 29:1; Lucas 13:2-5; Apocalipsis 2:5), pero si no avanzamos más allá del arrepentimiento por el pecado, esto no aprovechará de nada. Debemos hacer “frutos dignos de arrepentimiento” Lucas 3:8. En otras palabras, debemos abandonar y poner lejos nuestros pecados (vea Proverbios 28:13; Efesios 4:17-32). Pero no vamos a posponer la obra de abandonar nuestros pecados y buscar pureza de corazón a través de Jesús, porque el pecado por muy pequeño que pueda ser visto, sólo puede ser gratificado con el peligro de nuestra alma. Porque si no vencemos, obraremos nuestra propia destrucción. Si elegimos pecar, somos siervos del pecado y esclavos de su creador - el diablo - (vea Juan 8:34; Romanos 6:16; 2 Pedro 2:19; 1 Juan 3:8). Y la paga que el diablo da a sus siervos no es suficiente para vivir - “porque la paga del pecado es muerte” - (Romanos 6:23). Pero si escogemos servir a Dios, entonces seremos libres del pecado a través de Cristo. Y lo que Cristo da a sus fieles seguidores es suficiente para vivir - “porque la dádiva de Dios es vida eterna a través de Cristo Jesús, Señor Nuestro” Romanos 6:23.
Pero toda transgresión, todo descuido o rechazo de la gracia de Cristo, obra indirectamente sobre nosotros; endurece el corazón, deprava la voluntad, entorpece el entendimiento y no solamente nos hace menos inclinados a ceder, sino también menos capaces de ceder a la tierna invitación del Espíritu de Dios.
Un solo rasgo malo de carácter, un solo deseo pecaminoso, acariciado persistentemente, neutraliza a veces todo el poder del Evangelio. Toda indulgencia pecaminosa fortalece la aversión del alma hacia Dios. El hombre que manifiesta un descreído atrevimiento o una impasible indiferencia hacia la verdad, no está sino segando la cosecha de su propia siembra. En toda la Biblia no hay amonestación más terrible contra el hábito de jugar con el mal, que las palabras del hombre sabio, cuando dice “Prenderán al impío sus propias iniquidades” Proverbios 5:22.
Cristo está pronto para libertarnos del pecado, pero no fuerza la voluntad; y si por la persistencia en el pecado la voluntad misma se inclina enteramente al mal y no deseamos ser libres, si no queremos aceptar su gracia, ¿qué más puede hacer? Hemos obrado nuestra propia destrucción por nuestro deliberado rechazo de su amor. Pero esta terrible condenación no necesita ser su destino.
“...Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores; de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1:15). “He aquí ahora es el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación” (2 Corintios 6:2). “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” Hebreos 3:7-8.
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